Artículo publicado el día 6 de mayo de 2007 en ABC Color
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Los pesimistas –la inmensa mayoría del pueblo– creen que las reservas morales de la administración de justicia están más muertas que Alejandro el Magno, fallecido hace unos 2.500 años, mal contados. Los optimistas sospechan que solo están más muertas que el coronel Albino Jara, quien dejó este mundo hace poco menos que un siglo.
Pareciera que encontrar vestigios de esas reservas exige un arduo esfuerzo arqueológico, similar al desplegado para encontrar la tumba del faraón Ramsés II. Hay que hurgar entre ruinas, escudriñar el fondo de los sarcófagos, reconstruir esqueletos cuyas partes están dispersas en centenares de metros a la redonda. Un fémur aquí, una costilla más allá, un omóplato acullá.
Sin embargo, en medio de la bruma aparecen, de vez en cuando, algunos relámpagos que nos confirman, como el parpadeo fugaz de un moribundo, que no todo está perdido: que hay paraguayos que todavía conservan intacto el sentido de la vergüenza, que todavía encuentran repugnante el sabor de las medias de los poderosos y que aún sienten una punzada dolorosa en la columna cuando se agachan más de lo estrictamente necesario.
Hay, es cierto, antecedentes notables, y no tan lejanos, como podría creerse, como aquel juez en lo civil –creo que fue el doctor Rubén Bassani– que, allá por la década del sesenta, se rehusó a firmar una sentencia ordenada por un entonces temible comandante de la Caballería. Consecuencia: fue llevado preso a ese cuartel. O, un poco antes, en la década del cincuenta, cuando el juez Hugo Bareiro Velázquez ordenó, sin titubear, la orden de libertad de Obdulio Barthe, por entonces número dos del Partido Comunista, entregado al Paraguay por la policía secreta peronista, en un anticipo de la Operación Cóndor.
Para anticiparse ante un posible “error” favorable a Barthe, el entonces comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general Alfredo Stroessner (después presidente), envió a un emisario al despacho del magistrado. La respuesta de Bareiro fue esta terminante argelería:
Los pesimistas –la inmensa mayoría del pueblo– creen que las reservas morales de la administración de justicia están más muertas que Alejandro el Magno, fallecido hace unos 2.500 años, mal contados. Los optimistas sospechan que solo están más muertas que el coronel Albino Jara, quien dejó este mundo hace poco menos que un siglo.
Pareciera que encontrar vestigios de esas reservas exige un arduo esfuerzo arqueológico, similar al desplegado para encontrar la tumba del faraón Ramsés II. Hay que hurgar entre ruinas, escudriñar el fondo de los sarcófagos, reconstruir esqueletos cuyas partes están dispersas en centenares de metros a la redonda. Un fémur aquí, una costilla más allá, un omóplato acullá.
Sin embargo, en medio de la bruma aparecen, de vez en cuando, algunos relámpagos que nos confirman, como el parpadeo fugaz de un moribundo, que no todo está perdido: que hay paraguayos que todavía conservan intacto el sentido de la vergüenza, que todavía encuentran repugnante el sabor de las medias de los poderosos y que aún sienten una punzada dolorosa en la columna cuando se agachan más de lo estrictamente necesario.
Hay, es cierto, antecedentes notables, y no tan lejanos, como podría creerse, como aquel juez en lo civil –creo que fue el doctor Rubén Bassani– que, allá por la década del sesenta, se rehusó a firmar una sentencia ordenada por un entonces temible comandante de la Caballería. Consecuencia: fue llevado preso a ese cuartel. O, un poco antes, en la década del cincuenta, cuando el juez Hugo Bareiro Velázquez ordenó, sin titubear, la orden de libertad de Obdulio Barthe, por entonces número dos del Partido Comunista, entregado al Paraguay por la policía secreta peronista, en un anticipo de la Operación Cóndor.
Para anticiparse ante un posible “error” favorable a Barthe, el entonces comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general Alfredo Stroessner (después presidente), envió a un emisario al despacho del magistrado. La respuesta de Bareiro fue esta terminante argelería:
–Dígale al general Stroessner que, cuando yo quiera saber su opinión sobre tablas de tiro de mortero, con mucho gusto se la pediré. Pero cuando se trate de cuestiones jurídicas, que no se preocupe, porque yo sé lo que hago.
Miremos un poco más cerca. Hace algunas semanas, un Tribunal de Etica cometió la irreverencia de sancionar a algunos miembros de la Corte Suprema de Justicia. El motivo: habían asistido al cumpleaños del senador Juan Carlos Galaverna, acto que, según los fundamentos del fallo, tenía claras connotaciones políticas. Es verdad que la resolución de este tribunal no tiene ninguna consecuencia, salvo en el orden moral. Pero tuvo el efecto de deslizar una brisa suave, casi primaveral, en el aire enrarecido del Palacio de Justicia.
No importa mucho si el fallo fue correcto o incorrecto. Lo que debe conmovernos es que fue dictado contra quienes tienen el poder suficiente para fulminar con represalias a los firmantes, sobre todo porque todos son abogados y, por tanto, las causas que defienden pueden llegar a la Corte Suprema. En medio del grosero servilismo que parece ser una segunda naturaleza de la comunidad jurídica paraguaya, esta decisión merece, cuando menos, el testimonio de nuestra respetuosa admiración. Anoto los nombres de los miembros del Tribunal de Etica: Luis Mauricio Domínguez, Marco Antonio Elizeche, Miguel Rodríguez, Aníbal Cabrera Verón y Adolfo Osuna. Declaro que me honro con la amistad de varios de ellos.
Sé, por otra parte, que fue difícil integrar el tribunal y que algunos candidatos prefirieron la tibia seguridad de sus casas antes que entrar en un terreno fangoso y erizado de trampas. Pero ahí está el Tribunal, funcionando, para confirmar que no hace falta la ayuda de la arqueología para buscar las reservas morales de la justicia paraguaya.
Me complace señalar otro dato sorprendente: todos los miembros firmantes son colorados. Ello confirma, una vez más, que la decencia y el coraje cívico no son exclusivos habitantes de la oposición, y que se hallan repartidos, con un generoso sentido de la equidad, entre todas las fuerzas políticas paraguayas, exactamente igual que la corrupción, la ineptitud y el doble discurso, vicios con ejemplos resplandecientes en los primeros escalones de la dirigencia opositora, hasta el punto de que, a veces, cuando uno repasa el seleccionado, tiene la tentación de rezar varios rosarios consecutivos.
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Helio Vera
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